Quizás el título de la opinión es bastante fuerte o tal vez pinta la realidad de punta en blanco. Lo cierto es que muchas veces, los que nos dedicamos al periodismo (algunos y sólo algunos de nosotros), nos ponemos a pensar en la mejor forma de expresar la realidad sin caer en el morbo y ser demasiado duros con nuestras palabras. Y hoy, sentado acá, y luego de haber caminado un trecho y visto el mundo (parte de él a decir verdad), me doy cuenta que del otro lado no tienen piedad. Y no con las palabras, sino con las acciones.
Planteo dos lados porque están los dueños de los medios de producción que ejercen el poder sobre el ser humano, quitándoles muchas veces la dignidad. Y del otro, los trabajadores, que no hacemos más que aumentar sus colchones de dinero desde que sale el sol y hasta que éste se pone tras el horizonte. En medio de este sistema que viene siendo similar desde que el mercantilismo y luego el capitalismo se instauró en el mundo, nació el Estado, garante de generar posibilidades para todos y la mayor igualdad posible. Algunos gobiernos más y otros menos, torcieron la historia. Estuvieron los que empoderaron al trabajador y los que se respondieron a los intereses hegemónicos de las potencias mundiales. Estuvieron los que respondieron a las masas y le dieron derechos a las mujeres, a las minorías, y también a las mayorías que luchaban hacía tiempo por mejores condiciones de vida. Del otro lado, siempre dispuestos a ganar, estuvieron también los que visualizaban como amenazas a estos dirigentes y utilizaban medios de comunicación, armas, y hasta el mismo Ejército para destruir los avances que la democracia había hecho con esos líderes populares.
El Gigante del Norte, que se consolidó en el plano mundial luego de la Primera Guerra Mundial, ha buscado y reinventado constantemente sus herramientas de dominación, que con diferentes matices, siempre han estado apuntadas a la materia económica. El famoso neoliberalismo, que utilizó las deudas tomadas en las décadas del 70 por países como el nuestro, y se pragmatizó en los 90 con la apertura de la economía (que no significa más que el ingreso indiscriminado de productos llegados desde las potencias mundiales), destruyó lo que tanto había costado levantar. La crisis del 2001 en Argentina es la más cruda muestra de la realidad que le conviene al poderoso por encima del pueblo.
Cuando uno lo plantea de esta manera la cuestión, pareciera que lo hace desde un lugar frío o alejado de las verdaderas vivencias que se suscitan en el día a día. Pero es justamente ese modelo el que lleva a más de la mitad de la población a sumirse en la pobreza. Es justamente ese modelo el que priva de salud y educación a los niños, el que genera los comedores comunitarios y las copas de leche para poder aunque sea engañar la panza por un rato. Es ese el modelo que nos obliga a engañar las tripas con un pedazo de pan duro, en el mejor de los casos. O el que deja sin medicamentos y cobertura a nuestros abuelos. Es el mismo modelo que te obliga a trabajar de lo que no te gusta, pero te hace agradecerle al patrón porque al menos tenes laburo. Es el modelo que obligó y obliga a los profesionales que se reventaron estudiando a desprenderte de tus raíces para poder ejercer. Es el modelo que ayer llegó a asesinar a un jubilado en una oficina de Anses.
Los cambios generan crecimiento o destrucción. Debemos aprender a elegir. Eso es claro.